Cuentan que hace muchos años, una mujer habitaba el monte. Tal vez tus abuelos te contarán que la han visto - en el reflejo del río o las piedras del barranco. Aparecía en un susurro del viento, el acariciar de las hojas y la fragancia de una flor. La llamaban Tiamar. Cuentan que vivía con su marido y tuvieron hijos que crecieron libres y fuertes. Los hijos tuvieron hijos, y los hijos tuvieron hijos. Los descendientes fueron bajando al pueblo. Con el tiempo, se olvidaron del monte. Se mudaron a la ciudad. Los nietos y las nietas crecieron entre paredes y con luz artificial. Seguro que tú los conoces, son tus vecinos, tu colega del cole, la prima del pediatra. Quienes quedaban en el monte miraban con desprecio las generaciones en la ciudad. Detestaban el escándalo que armaban día y noche. El taladrar constructor perforaba sus corazones. La pólvora de las armas les asfixiaba. Los químicos del agua les intoxicaban. “No me dejan descansar, ¡ni de día ni de noche!” clamaba el marido de Tiam